28 marzo, 2024

Santa María, Madre de Dios
Solemnidad

Nm 6, 22-27
Sal 66
Gal 4, 4-7
Lc 2, 16-21


El día de hoy, queridos hermanos, hemos comenzado la liturgia de la Palabra con la fórmula de bendición que el mismo Dios dictó a Moisés: “El Señor te bendiga y te proteja…haga resplandecer su rostro sobre ti y te conceda su favor…te mire con benevolencia y te conceda la Paz”. Es la mirada de Dios sobre nosotros la que nos salva, más que nuestra mirada puesta en Él. Con esta bendición de Dios queremos emprender y comenzar este año civil. Aún cuando existan nubarrones oscuros que se dibujan en muchos lugares, darnos cuenta, con la confianza puesta en Dios, que Él nos acompaña siempre.

    Anteriormente no se podía nombrar el nombre de Dios, por el mismo poderío y grandeza que le corresponde. Actualmente sabemos que conocer el nombre de alguna persona, comporta en cierto sentido tener un poco de poder sobre la persona. Esto jamás podrá ser posible en Dios, pero Él, al haberse revelado y al habernos dado su nombre, ha querido ser cercano a su pueblo, se hace cercano a Israel. Por ello, la mirada del Señor debe de guiar el itinerario de nuestras vidas y, por ende, sabemos que podemos contar siempre con el nombre del Señor, ya que siempre nos cuida de toda adversidad y situación pecaminosa.

    De aquí, percatarnos que el mismo Dios, por medio del Espíritu de Jesús, nos permite pronunciar “¡Abba¡”, ¡Padre!, porque solo los hijos lo pueden llamar así. Por el Hijo, gracias a su Espíritu que hemos recibido en el Bautismo, también nosotros somos hijos, y por tanto, hermanos, herederos.

    El nombre de Dios era considerado tan sagrado que nunca se pronunciaba. Por el don del Espíritu, hemos aprendido a llamar a Dios con el nombre de máxima confianza, aquel con que los niños se dirigen al Padre. Por eso nuestra relación con Dios debe de ser de intimidad y en el amor. Así que como María, que se unió con el Magnificat a la acción de gracias que resuena desde Abraham hasta nosotros, empezamos este año con espíritu de agradecimiento.

    Ahora, démonos cuenta de algo maravilloso: Dios no actúa de manera espectacular y utilizando la fuerza, sino en la humildad más completa. Por ello, los pastores escuchan la Buena Nueva que viene del cielo. No preguntan. Van corriendo a Belén, para ver qué ocurre según el anuncio del ángel. Y después de su visita, vuelven a su vida ordinaria, glorificando a Dios. También nosotros deberíamos de volver a nuestra vida diaria, a nuestro ambiente, alabando a Dios y contando lo que hemos visto, contando la alegría y esperanza que nos ha llenado. Todos aquellos que han contemplado a Dios, quién sabe qué puede contar con Él, miraremos adelante llenos de confianza, y por esto mismo seremos testigo del inagotable amor de Dios, palpable en Jesús de Nazaret. Quien se encuentra con Dios tiene prisa por mostrarlo y se pone en marcha.

    Al final del Evangelio se nos comentan dos aspectos: La circuncisión y el nombre. La circuncisión es una señal viva en la propia carne, que hace que los niños del pueblo de Israel, pasen a formar parte de la larga historia de la Salvación que culminará en Jesús. El nombre que se le pondrá, no es una elección de los padres, sino un encargo del mensajero divino: Jesús, que quiere decir “El Señor Salva”.

    Cualquier nacimiento pone en evidencia inmediata a dos protagonistas: el hijo y la madre. La fiesta de hoy es como un augurio de felicidad para todos los días del año que tenemos por delante: la luz de María puede y debe llenarnos con toda la riqueza de amor que ella ha traído al mundo, al darnos a Cristo, que es “nuestra paz”. María tiene una actitud de contemplación ante el misterio del cual ella misma forma parte. Todo lo que pertenece al plan de Dios ha de ser ahondado en la meditación. El misterio está para ser contemplado, no comprendido ni explicado.

    Que esta bendición del Señor se haga realidad en nuestras vidas, bajo la protección amorosa de María, a quien invocamos en nuestra celebración de la Eucaristía. Como María, guardemos estas cosas y meditémoslas en nuestro corazón, y vivamos felices de sabernos, como Jesús, hijos De Dios y de María.

Pbro. José Gerardo Moya Soto

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Pbro José Gerardo Moya Soto

"Que la homilía pueda ser «una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento» (Evangelii gaudium 135). Cada homileta, haciendo propios los sentimientos del apóstol Pablo, reaviva la convicción de que «en la medida en que Dios nos juzgó aptos para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones» (1Ts 2, 4)". Directorio Homilético 2014 (Decreto)

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