Inmaculada Concepción de Virgen María
Solemnidad
Gn 3, 9-15. 20
Sal 97
Ef 1, 3-6. 11-12
Lc 1, 26-38
En este camino del Adviento, brilla la imagen de María Inmaculada, la cual es una “señal de esperanza cierta y de consuelo” (LG 68). Para poder llegar a Jesús, luz verdadera y sol que disipa las tinieblas del mundo, necesitamos personas que reflejen la luz de Cristo e iluminen así el camino a recorrer. ¿Y qué ser más luminoso que María, la estrella de la esperanza?
Por esa razón es que la liturgia nos hace celebrar hoy, cerca del misterio de la Navidad, la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María: el misterio de la gracia de Dios que envolvió desde el primer instante a aquella que habría de convertirse en la Madre del Redentor, preservándola del pecado original.
Al contemplar esta imagen de María, debemos de reconocer la magnitud y belleza del proyecto de Dios para toda la humanidad. Como el mismo San Pablo no los dice en la segunda lectura: el Señor nos invita a “ser santos e inmaculados en el amor”, a imagen de nuestro Creador.
¡Qué hermoso es tener por Madre a la Inmaculada Virgen María! Una Madre que no solo resplandece por su belleza, sino por su transparencia ante el arcángel Gabriel: “Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho”.
Al contemplar a María, la Inmaculada, hay que hacerlo en toda la extensión de la palabra, no sólo en los momentos de alegría, como lo vemos hoy en la Anunciación, sino también en los momentos más duros y difíciles que vivió: la crucifixión de su Hijo.
Desde la cruz, Jesús la encomendó al discípulo amado, y con él a toda la Iglesia, convirtiéndose para toda la humanidad en Madre, Madre de la esperanza. Es a ella a la que debemos dirigir nuestra oración en este peregrinar hacia la Pascua Eterna.
Hermanos, nos causa inmensa alegría el tener por Madre a María Inmaculada, ya que cada vez que experimentamos en nosotros la fragilidad y la atracción a realizar el mal, podemos acudir a ella, para que el corazón se llene de luz y consuelo, evitando, así, toda acción pecaminosa.
Cuando se presenten las pruebas en la vida, las tempestades que muchas veces hacen vacilar nuestra fe y esperanza, pensemos que somos sus hijos y que las raíces de nuestra existencia están íntimamente unidad en la gracia infinita que Dios siempre otorga.
La Iglesia, que se encuentra constantemente siendo atacada y asechada por las influencias negativas del mundo, encuentra siempre en María la estrella para orientarse y seguir la ruta que Cristo le ha indicado.
Démosle gracias a Dios por este signo tan grande que ha tenido para con nosotros. Encomendémonos a la Virgen Inmaculada nuestra vida, para que nuestra esperanza nunca decaiga, para que nuestra fe se mantenga firme y para que nuestro amor nos lleve a ser dóciles a la voz de Dios.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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