Nuestra Señora de Guadalupe,
Patrona de América
Solemnidad
Is 7, 10-14
Sal 66
Gal 4, 4-7
Lc 1, 39-48
“Los tiempos de Dios son perfectos”. ¿Cuántas veces hemos escuchado esa expresión? ¿Cuántas veces hemos experimentado en nuestra existencia la bondad del Señor? Pues bien, prácticamente es lo que San Pablo nos quiere trasmitir con la expresión: “Al llegar la planitud de los tiempos”.
Dios siempre ha conducido la historia de la humanidad y nada queda fuera de su ternura y amor. Él se presenta a los suyos por medio de signos, de algún acontecimiento, de una persona. Nunca deja de preocuparse por el necesitado, por el que sufre, sino, más bien, va hacia él para asistirlo con su misericordia. La manera en la que el Señor interviene en medio de la humanidad sorprende y hace que el corazón se llene de inmensa gratitud y felicidad. Sin duda alguna, Dios ha puesto su mirada amorosa sobre la nación mexicana en el tiempo perfecto para entregarnos a María en la hermosa advocación de Guadalupe.
Dios, que tanto amó al mundo nos envía a su Hijo, “nacido de una mujer” para que “todos aquellos que crean en Él no perezcan, sino que tengan vida eterna” (Cfr. Jn 3, 16). De esa manera se cumple la profecía de Isaías, al manifestarnos al Emmanuel, “Dios-con-nosotros”, haciéndose compañero de camino. Ha venido para quedarse.
Eso mismo sucedió en nuestra tierra Azteca: en un momento complicado, de inmensa confusión para nuestros antepasados, Dios se revela a ellos por medio de la Virgen de Guadalupe. Del mismo modo que María “se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea”, para asistir a su prima Santa Isabel, lo mismo hace con la nación mexicana. Ella se presenta como la “Madre del verdadero Dios por quien se vive”. Por ello se presenta como la mujer que viene a consolar, a asistir a las necesidades de los que más sufren.
Como ya hace casi quinientos años, Nuestra Señora de Guadalupe quiere encontrarse con nosotros, como un día lo hizo con San Juan Diego en el cerro del Tepeyac. Ella nos dice: “Hijo mío, el más pequeño, oye y ten por entendido que es nada lo que te aflige. Que no se turbe tu corazón. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? No te inquiete ninguna cosa; que no te aflija ninguna enfermedad”. La Morenita del Tepeyac quiere quedarse con nosotros, desea que abramos nuestro corazón a su Hijo que viene a salvarnos y que aprendamos a amar como Él nos amó.
Al igual que lo ha hecho con la Virgen María, el Señor quiere custodiar a todos los creyentes para que jamás se endurezca su corazón, sino que más bien puedan conocer el verdadero sentido del servicio y de la solidaridad, para poder salir así al encuentro de quien más lo necesita.
No tengamos miedo de cantar las maravillas del Señor, como lo hizo la Virgen María. Todo lo contrario, seamos dóciles a la voz del Señor. Que Dios, el esperado de todas las naciones, por la intercesión de Santa María de Guadalupe, nos conceda una vida llena de alegría y servicio, para que la paz del Señor habite siempre en nuestros corazones.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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