12 diciembre, 2024

San Alberto fue el maestro de Santo Tomás de Aquino, el más importante de los teólogos de todos los tiempos, pero Alberto es un hombre grande por sí mismo.  De origen suabo, pertenecía a la familia Bollstädt; nació en el castillo de Lauingen, a orillas del Danubio, en 1206.

Lo único que sabemos sobre su juventud, es que estudió desde los 16 años en la Universidad de Padua donde vivía su tío. Allí encontró en 1222, al Beato Jordán de Sajonia, segundo maestro general de la orden de Santo Domingo, quién lo dirigió en la vida religiosa y escribió desde Padua a la Beata Diana de Andelo, que estaba en Bolonia, anunciándole que había admitido en la orden a diez postulantes, “y dos de ellos son hijos de condes alemanes”.  Uno era Alberto.

Cuando el conde de Bollstädt se enteró de que su hijo vestía el hábito de los frailes mendicantes, se enfureció sobremanera y habló de sacarlo por la fuerza de la orden. Pero los superiores de Alberto le enviaron discretamente a otro convento, probablemente el de Colonia, Alemania donde estaba la escuela más importante de la orden y la cosa paró ahí. El hecho es que Alberto enseñaba en Colonia en 1228 y en 1229 vistió el hábito de los frailes predicadores. Más tarde, fue prefecto de estudios y profesor en Hildesheim, Friburgo de Brisgovia y Estrasburgo. Cuando volvió a Colonia, era ya famoso en toda la provincia alemana.

Como París era entonces el centro intelectual de Europa occidental, Alberto pasó ahí algunos años como maestro subordinado, hasta que obtuvo el grado de profesor.  La concurrencia de estudiantes a sus famosas clases fue tan grande que debió enseñar en la plaza pública, la cual, aunque pocos lo saben, lleva su nombre. Se trata de la Plaza Maubert, nombre que viene de “Magnus Albert”.

Elegido superior provincial de Alemania, abandonó la cátedra de París y estuvo constantemente presente en las comunidades que gobernaba, recorriendo a pie la región, mendigando por el camino el alimento y el hospedaje para la noche.

En 1248, los dominicos determinaron abrir una nueva Universidad (“studia generalia”) en Colonia y nombraron rector a San Alberto. Desde entonces hasta 1252, tuvo entre sus discípulos a un joven fraile llamado Tomás de Aquino.

En aquella época, la filosofía comprendía las principales ramas del saber humano accesibles a la razón natural: la lógica, la metafísica, las matemáticas, la ética y las ciencias naturales.  Entre los escritos de San Alberto, que forman una colección de treinta y ocho volúmenes in-quarto, hay obras sobre todas esas materias, por no decir nada de los sermones y de los tratados bíblicos y teológicos.  La figura de San Alberto y la de Rogelio Bacon se destacan en el campo de las ciencias naturales, cuya finalidad, según dice el santo, consiste en “investigar las causas que operan en la naturaleza”. Algunos autores llegan incluso a decir que San Alberto contribuyó aún más que Bacon al desarrollo de la ciencia. En efecto, fue una autoridad en física, geografía, astronomía, mineralogía, alquimia (es decir, química) y biología, por lo cual nada tiene de sorprendente que la leyenda le haya atribuido poderes mágicos. En sus tratados de botánica y fisiología animal, su capacidad de observación le permitió disipar leyendas como la del águila, la cual, según Plinio, envolvía sus huevos en una piel de sorra y los ponía a incubar al sol. También han sido muy alabadas las observaciones geográficas del santo, ya que hizo mapas de las principales cadenas montañosas de Europa, explicó la influencia de la latitud sobre el clima y, en su excelente descripción física de la tierra demostró que ésta es redonda.

Pero el principal mérito científico de San Alberto reside en que, al caer en la cuenta de la autonomía de la filosofía y del uso que se podía hacer de la filosofía aristotélica para ordenar la teología, re-escribió, por decirlo así, las obras del filósofo para hacerlas aceptables a los ojos de los críticos cristianos. Por otra parte, aplicó el método y los principios aristotélicos al estudio de la teología, por lo que fue el iniciador del sistema escolástico, que su discípulo Tomás de Aquino había de perfeccionar. Así pues, fue San Alberto el principal creador del “sistema predilecto de la Iglesia”.  El reunió y seleccionó los materiales, echó los fundamentos y Santo Tomás construyó el edificio. Al mismo tiempo se mantenía humilde y rezaba así: “Señor Jesús pedimos tu ayuda para no dejarnos seducir de las vanas palabras tentadoras sobre la nobleza de la familia, sobre el prestigio de la Orden, sobre lo que la ciencia tiene de atractivo”.

San Alberto escribió durante sus largos años de enseñanza y no dejó de hacerlo cuando se dedicó a otras actividades. Como rector del “studium” de colonia, se distinguió por su talento práctico, de suerte que de todas partes le llamaban a arreglar las dificultades administrativas y de otro orden. En 1254, fue nombrado provincial en Alemania. Dos años más tarde, con su alto cargo asistió al capítulo general de la orden en París, donde se prohibió a los dominicos que aceptasen en las universidades el título de “maestro” o “doctor” o cualquier otro tratamiento que no fuera el de su propio nombre. Para entonces, ya se le llamaba a San Alberto “el doctor universal”, y el prestigio de que gozaba había provocado la envidia de los profesores laicos contra los dominicos. En vista de esa dificultad, que había costado a Santo Tomás y a San Buenaventura un retraso en la obtención del doctorado, San Alberto fue a Italia a defender a las órdenes mendicantes contra los ataques de que eran objeto en París y otras ciudades. Guillermo de Saint-Amour se había hecho eco de dichos ataques en su panfleto “Sobre los peligros de la época actual”. Durante su estancia en Roma, San Alberto desempeñó el cargo de maestro del sacro palacio, es decir, de teólogo y canonista personal del Papa. Por entonces, predicó en las diversas iglesias de la ciudad.

En 1260, el Papa le ordenó obispo de la sede de Regensburgo, la cual, según se le informó, era “un caos, tanto en lo espiritual como en lo material”. San Alberto fue obispo de Regensburgo menos de dos años, pues el Papa Urbano IV aceptó su renuncia, permitiéndole regresar a la vida de comunidad en el convento de Würzburg y a enseñar en Colonia. Pero en ese breve período hizo mucho por remediar los problemas de su diócesis. Su humildad y pobreza eran ejemplares. Desgraciadamente, los intereses creados y la persistencia de ciertos abusos no permitieron al santo terminar la obra comenzada. Para gran gozo del maestro general de los dominicos, Beato Humberto de Romanos, que había tratado en vano de impedir que Alejandro le consagrase obispo, San Alberto volvió al “studium” de Colonia. Pero al año siguiente, el santo recibió la orden de colaborar en la predicación de la Cruzada en Alemania con el franciscano Bertoldo de Ratisbona.

Una vez terminada esa tarea, San Alberto volvió a Colonia, donde pudo dedicarse a escribir y enseñar hasta 1274, cuando se le mandó asistir al Concilio Ecuménico de Lyon. En víspera de partir, se enteró de la muerte de su querido discípulo, Santo Tomás de Aquino (según se dice, lo supo por revelación divina). A pesar de esta impresión y de su avanzada edad, San Alberto tomó parte muy activa en el Concilio, ya que, junto con el Beato Pedro de Tarantaise (Inocencio X) y Guillermo de Moerbeke, trabajó ardientemente por la reunión de los griegos, apoyando con toda su influencia la causa de la paz y de la reconciliación.

Probablemente, la última aparición que hizo en público tuvo lugar tres años más tarde, cuando el obispo de París, Esteban Tempier, y otros personajes, atacaron violentamente ciertos escritos de Santo Tomás. San Alberto partió apresuradamente a París para defender la doctrina de su difunto discípulo, que coincidía en muchos puntos con la suya, y propuso a la Universidad que le diese la oportunidad de responder personalmente a los ataques; pero ni aun así consiguió evitar que se condenasen en París ciertos puntos.

En 1278, cuando dictaba una clase, le falló súbitamente la memoria y perdió la agudeza de entendimiento.

San Alberto había dicho que, de joven, le costaban los estudios y que por eso una noche dispuso huir del colegio donde estudiaba.  Pero al tratar de huir por una escalera colgada de una pared, cuando llegó a la parte de arriba se encontró con Nuestra Señora la Virgen María que le dijo: “Alberto, ¿por qué en vez de huir del colegio, no me rezas a mí que soy ‘Causa de la Sabiduría’?  Si me tienes fe y confianza, yo te daré una memoria prodigiosa. Y para que sepas que sí fui yo quien te la concedí, cuando ya te vayas a morir, olvidarás todo lo que sabías”.  Aquello sucedió como la Virgen le dijo.

Dos años después, a los 74 años, murió apaciblemente, sin que hubiese padecido antes enfermedad alguna, cuando se hallaba sentado conversando con sus hermanos en Colonia.  Era el 15 de noviembre de 1280.  Se había mandado a construir su propia tumba, ante la cual todos los días iba a rezar el Oficio de Difuntos.

No fue beatificado sino hasta 1622, y aunque se le veneraba ya mucho, especialmente en Alemania, la canonización se hizo esperar todavía.  En 1872 y en 1927, los obispos alemanes pidieron a la Santa Sede su canonización, pero al parecer, fracasaron.  Finalmente, el 16 de diciembre de 1931, Pío XI, en una carta decretal, proclamó a Alberto Magno Doctor de la Iglesia lo que equivalía a la canonización e imponía a toda la Iglesia de occidente la obligación de celebrar su fiesta. San Alberto, según dijo el sumo Pontífice, poseyó en el más alto grado el don raro y divino del espíritu científico… Es exactamente el tipo de santo que puede inspirar a nuestra época, que busca con tantas ansias la paz y tiene tanta esperanza en sus descubrimientos científicos”.  San Alberto es el patrono de los estudiantes de ciencias naturales.

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