12 diciembre, 2024

Cada 20 de febrero, la Iglesia Católica celebra a San Francisco y Santa Jacinta Marto, los pequeños pastorcitos videntes de Fátima. Ambos nacieron en Aljustrel, un pequeño pueblo situado a menos de 1 km de Fátima.

Francisco nació en 1908 y Jacinta dos años después. Desde pequeños aprendieron a cuidarse juntos y a acompañar a su prima Lucía, quien solía hablarles de Jesús. Los tres cuidaban ovejas en los hermosos campos de su región natal. Como muchos niños de su edad, jugaban y rezaban juntos. A ellos la Madre de Dios les dijo: “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas”.
Tras las apariciones
Del 13 de mayo al 13 de octubre de 1917, la Virgen María se apareció en varias ocasiones  a los tres niños, en Cova de Iría, Portugal. Fueron meses llenos de gracia y de profunda presencia de Dios, pero también de prueba: soportaron con valentía calumnias, injurias, malas interpretaciones, persecuciones, e incluso la prisión. Ninguna de estas cosas parecían perturbarlos: “Si nos matan, no importa; vamos al cielo”, decían.
Después de las apariciones, Jacinta y Francisco continuaron sus vidas sencillas. Lucía fue a la escuela, tal como se lo pidió la Virgen; lo mismo que Jacinta y Francisco. De camino pasaban por la Iglesia y siempre se detenían para saludar a Jesús Eucaristía.
Tan solo tres niños
Francisco, sabiendo que no viviría mucho tiempo porque así le fue anunciado, le decía a Lucía: “Vayan ustedes al colegio, yo me quedaré aquí con Jesús escondido”. A la salida del colegio, las niñas solían encontrarlo en el lugar más cercano al Tabernáculo, siempre en profundo recogimiento. De los tres, el pequeño Francisco era el más dado a la contemplación y quería, con sus oraciones, consolar a Dios, tan ofendido por los pecados de la humanidad.
En una ocasión Lucía le preguntó: “Francisco, ¿qué prefieres más, consolar al Señor o convertir a los pecadores?” Él respondió: “Yo prefiero consolar al Señor… “¿No viste qué triste estaba Nuestra Señora cuando nos dijo que los hombres no deben ofender más al Señor, que está ya tan ofendido? A mí me gustaría consolar al Señor y después, convertir a los pecadores para que ellos no ofendan más al Señor.” Después prosiguió: “Pronto estaré en el cielo. Y cuando llegue, voy a consolar mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora.”
Jacinta participaba diariamente de la Santa Misa para recibir la Comunión. Todo lo ofrecía por la conversión de los pecadores y para reparar las ofensas hechas a Dios. Le atraía mucho estar con Jesús Sacramentado. “Cuánto amo el estar aquí, es tanto lo que le tengo que decir a Jesús”, repetía.
Redimidos a través del sufrimiento  
En los meses de las apariciones, poco después de la cuarta aparición, Jacinta encontró una cuerda y acordaron cortarla en tres y ceñírsela a la cintura, sobre la piel, como expresión de sacrificio y mortificación. Esto les causó mucho dolor, según contaría Lucía muchos años después. La Virgen les dijo que Jesús estaba muy contento con sus sacrificios, pero que no quería que durmieran con la cuerda. Y así lo hicieron.
A Jacinta se le concedió la visión de los sufrimientos del Sumo Pontífice. “Yo lo he visto en una casa muy grande, arrodillado, con el rostro entre las manos, y lloraba. Afuera había mucha gente; algunos tiraban piedras, otros decían imprecaciones y palabrotas”, contó ella.
Por esto y otros hechos, los niños tenían presente al Papa y ofrecían tres avemarías por él después de cada Rosario. Su cercanía con la Madre de Dios había fortalecido inmensamente el poder de sus oraciones. Muchas personas -a veces familias enteras- acudían a ellos para que intercedieran ante la Virgen por sus intenciones.
En una ocasión, una madre le rogó a Jacinta que rece por su hijo que se había ido de casa cual hijo pródigo. Días después, el joven regresó, pidió perdón y le contó a su familia que después de haber gastado todo lo que tenía, robado y estado en la cárcel, algo le tocó el corazón y decidió apartarse de todo rumbo al bosque para pensar. Sintiéndose completamente perdido, habiendo arruinado su vida, se arrodilló llorando, y rezó. En eso, tuvo una visión: Jacinta estaba frente a él, lo tomó de la mano y lo condujo hasta un camino. Aquella experiencia fue el inicio del retorno a casa para aquel muchacho. Cuando todos se enteraron del testimonio del jovencito, le preguntaron a Jacinta si se había encontrado con él, ella respondió que no, pero que sí había estado rogando mucho a la Virgen para que regrese.
De la tierra al cielo
El 23 de diciembre de 1918, Francisco y Jacinta enfermaron gravemente de bronconeumonía. Por entonces una epidemia asolaba muchas partes de Europa. El buen Francisco se fue deteriorando poco a poco durante las siguientes semanas. Pidió recibir la Primera Comunión y para ello se preparó con ahínco. Aún estando enfermo guardó ayuno con diligencia y la paz que irradiaba el día que se confesó por primera vez contagió a todos los que estuvieron a su lado.
“Yo me voy al Paraíso; pero desde allí pediré mucho a Jesús y a la Virgen para que os lleve también pronto allá arriba”, le dijo a Lucía y Jacinta. Al día siguiente, el 4 de abril de 1919, Francisco partió a la casa del Padre.
Jacinta sufrió mucho por la muerte de su hermano. Lamentablemente su propia enfermedad se iba complicando cada vez más. Llegó el día en que tuvo que ser llevada al hospital de Vila Nova. De aquel lugar volvería a casa con una “llaga en el pecho”. Con un terrible dolor le confiaría a su prima: “Sufro mucho; pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón Inmaculado de María”.
Posteriormente la niña fue trasladada al hospital de Lisboa. Antes de partir alcanzó a decirle a Lucía: “Ya falta poco para irme al cielo… Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio del Inmaculado Corazón de María. Que las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Inmaculado Corazón de María, que pidan la paz al Inmaculado Corazón, que Dios le confió a Ella”.
A Jacinta se le aplicó una cirugía en la que le quitaron dos costillas del lado izquierdo. Quedó una llaga ancha del tamaño de una mano. Los dolores eran espantosos, pero no paraba de invocar a la Virgen y ofrecerle su dolor por la salvación de los pecadores. El 20 de febrero de 1920 pidió los últimos sacramentos, se confesó y rogó que le llevaran la comunión. Poco después murió; solo tenía diez años de edad.
Antes de morir, la pequeña Jacinta, alcanzó a decir algunas cosas que fueron escritas por su madrina, con quien vivía.
“Los pecados que llevan más almas al infierno son los de la carne. Las guerras son consecuencia del pecado del mundo. Es preciso hacer penitencias para que se detengan.
No hablar mal de nadie y huir de quien habla mal.
Tener mucha paciencia porque la paciencia nos lleva al cielo”.
Dos niños que son santos
Los cuerpos de Francisco y Jacinta fueron trasladados al Santuario de Fátima. Cuando abrieron el sepulcro de Francisco, vieron que el Rosario que le colocaron sobre su pecho estaba enredado entre los dedos de sus manos. Mientras que el cuerpo de Jacinta, 15 años después de su muerte, fue encontrado incorrupto.
“Contemplar como Francisco y amar como Jacinta”, fue el lema con el que estos dos videntes de la Virgen de Fátima fueron beatificados por San Juan Pablo II, el 13 de mayo del año 2000.
El Papa Francisco los canonizó el 13 de mayo del 2017 en Fátima, dentro del marco de las celebraciones por el centésimo aniversario de las Apariciones de la Virgen.

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