Domingo de Pentecostés
Hch 2, 1-11
Sal 103
I Co 12, 3-7. 12-13
Jn 20, 19-23
En la actualidad, muchos hombres y mujeres viven volcados hacia el exterior, a los ruidos, a las prisas y la agitación del mundo. Al creyente le cuesta demasiado adentrarse en su interior, ya que tiene miedo de encontrarse consigo mismo, con su mediocridad, con el vacío de su interior.
Por otro lado, se ha producido un cambio muy profundo en la fe de muchos creyentes, tan fuerte que los ha alejado de su práctica religiosa. Hay muchos que ya no se acercan a rezan, otros que no participan de la Eucaristía dominical, otros que de plano no sienten la presencia de Dios dentro de ello.
Entonces: ¿qué puede significar hablar de Pentecostés? ¿Puede el Espíritu Santo liberarnos de la tentación de vivir huyendo de nosotros mismos? ¿Puede Él despertar en nosotros la fe que se ha perdido o se ha ido enfriando? ¿Puede uno, en el aquí y en el ahora, abrirse a la acción del Espíritu de Dios?
Lo primero que tenemos que hacer es confiar que Dios nos comprende, que nos acoge tal como somos: con nuestra fragilidad, con nuestra frivolidad, por nuestra falta de fe, por vivir mediocremente. Recordemos que Dios no ha cambiado, se mantiene inmutable. El Señor nos sigue mirando con ojos de amor.
Después, es necesario presentarme al Señor, estar para Él. Detenerme un momento de la manera en que estoy viviendo abrirme a la paz y amor que brotan del mismo Dios, escuchar su voz, estar abierto a cumplir su voluntad.
Probablemente nos encontremos llenos de miedos, temores, preocupaciones, incluso puede que estemos confundidos. Tal vez sea necesario comenzar a purificar nuestra mirada interior. Es momento de despertarte el deseo de la verdad y ser transparentes ante Dios, liberarnos de todo aquello que nos estorba interiormente, desear que el Señor invada completamente mi persona.
Tal vez la falta de amor este siendo la fuente de nuestro malestar. Ese egoísmo que nos penetra por todo el ser, que nos encierra a nosotros mismos, que nos impide ser sensibles a las necesidades y sufrimientos de los que nos rodean. ¿No será necesario vivir más de una manera generosa y desinteresada? ¿No necesitaremos más paz y alegría en el corazón?
Recordemos: “El Espíritu Santo es dador de Vida” (Credo Nicenoconstantinopolitano). Abrámonos siempre a su acción, que Él nos haga gustar los frutos de una vida más santa y acertada e inspire en nosotros “amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez y dominio de sí” (Cfr. Gal 5, 22-23).
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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