12 diciembre, 2024

 Martes I Tiempo de Adviento 

Is 11, 1-10

Sal 71

Lc 10, 21-24


    ¿Quién de nosotros no desea un mundo en donde exista la armonía entre todos los habitantes de la tierra? Se ha trabajado arduamente en esto, se han buscado incontables caminos para ello y, sin embargo, no se ha logrado alcanzar esa cometido.


    Hoy la liturgia de la Palabra nos habla de un descendiente de David, el cual, lleno del Espíritu de Dios, hará que llegue la verdadera felicidad al hombre. Él es el único medio para reintegrarnos a la paz con Dios y con el prójimo. Lo que hará pleno al hombre es vivir amando y siendo amado por el otro.


    Pero esto no será posible mientras haya egoísmos que nos imposibiliten tender la mano al prójimo. La felicidad brota del amor que se encarna en nosotros y se comparte con los demás. El mismo Jesús ya nos lo decía: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13).


    Probablemente nos cuesta trabajo amar, perdonar, ser prójimo para el otro. Pero Dios sigue confiando en nosotros, Él nunca pierde la esperanza en sus hijos amados. No importa que nuestra vida parezca un tronco seco, incapaz de dar frutos. 


    El poder y grandeza de Dios no conoce limites ya que Él es capaz de hacer que brote un renuevo de nuestra vida: lo que parece que ha muerto en nosotros, Él lo puede resucitar; lo que parece que hemos perdido, el Señor nos lo puede otorgar de nuevo.


    Podemos decir que la Iglesia está llamada a ser “morada del amor”. Por ende, todos los que pertenezcamos a ella, no debemos buscar hacer daño a nadie, pues el amor debe ser el motor que impulse siempre nuestro obrar. A la luz de Cristo debemos de pasar haciendo el bien a todos.


    Dios nos ha dado su mismo Espíritu, el cual nos llena de dones para que seamos constructores de un mundo que se renueve constantemente en el amor. Dios nos manifiesta su amor y misericordia, no sólo para experimentar sentimientos agradables, sino para que podamos ser fuente de amor para quien más lo necesite.


    Debemos de sentirnos afortunados de que Dios ha querido revelarse a la gente sencilla, es decir, a nosotros, sus hijos. Por eso, no podemos despreciar estas palabras, sino todo lo contrario, llenos de convicción y determinación, hay que llevarlas a la práctica. Somos nosotros los que hemos visto y oído todo de parte de Dios. Es tiempo de poner manos a las obras.


    Que nuestra Iglesia sea un lugar de paz, de armonía, de convivencia desde el amor fraterno. Que el mismo Espíritu que hemos recibido de Dios nos lleve a no buscar hacer daño a nadie, sino que, como Cristo, pasemos haciendo el bien a todos los que nos rodean. Que Dios nos conceda la gracia de prepararnos para la venida de su Hijo con una vida intachable, pero también con un amor que se vea reflejado en nuestra manera de vivir para con el otro.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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Pbro José Gerardo Moya Soto

"Que la homilía pueda ser «una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento» (Evangelii gaudium 135). Cada homileta, haciendo propios los sentimientos del apóstol Pablo, reaviva la convicción de que «en la medida en que Dios nos juzgó aptos para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones» (1Ts 2, 4)". Directorio Homilético 2014 (Decreto)

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