28 marzo, 2024

 Martes de la sexta semana de Pascua 


Hch 16, 22-34

Sal 137

Jn 16, 5-11



    Qué imagen tan atroz hemos visto en la primera lectura: los acusadores de Pablo y Silas logran manipular a una multitud, la cual reacciona de inmediato pidiendo el azote de los dos apóstoles. San Lucas no busca dar detalles de esta atrocidad, solo hace mención de que fueron “muchos azotes”, significando probablemente que habían recibido más de lo que estipulaba la ley.


    Los apóstoles azotados llegan con el dolor y todavía son tratados con extremo rigorismo, sin piedad. Mandan a un soldado, a custodiar la prisión, como si fuera necesario. Son encarcelados, atados con un cepo de hierro, el cual imposibilita moverse libremente, además de mantenerlos en una postura incomoda. ¡Qué terrible imagen!


    ¿Terrible imagen? No. Nada de eso. Pablo nos muestra una vez más que él vive conforme lo que predica. El Apóstol exhorta a dar siempre gracias a Dios y cantar himnos en su honor (cf. Col 3, 16). Y vaya que lo cumple. En una situación como esa, a la gran mayoría no se les ocurriría ponerse a cantar, mucho menos alabar o agradecer a Dios. Pues eso es lo que hacen estos dos discípulos maltratados.


    Este testimonio de Pablo y Silas es sobresaliente, ya que, en lugar de pasar la noche de malas, enojados con el Señor, quejándose de las heridas que siente su cuerpo, del dolor que los aflige, se olvidan de sí mismos y alaban a Dios. Esto debe de ser para nosotros algo muy simbólico por todo aquello que vivimos en nuestra humanidad: la pandemia, las guerras, la violencia, etc.


    Ahora, una vez más se manifiesta el poder de Dios interviniendo en favor de los suyos, ya que “nuestro Dios es un Dios que salva” (cf. Sal 68). La presencia de Dios se manifiesta en medio de los suyos. No dudemos que el Señor vendrá a socorrernos en esos momentos de dificultad y que Él nos liberará de todas esas congojas y dolores que estamos pasando.


    “Después de ver las puertas abiertas y presenciar aquel terremoto, el carcelero pensó en matarse, puesto que creía que los presos habían huido”. Ciertamente el miedo invadió a aquel hombre, al grado de querer privarse de la vida. Probablemente el carcelero busco una salida fácil al haber fracasado en su encomienda. Muchas veces pasa eso en nuestra vida: ante algún fracaso o derrota, en aquello que nos propusimos realizar, nos frustramos y queremos tirar todo por la borda, sin importar todo el esfuerzo y dedicación que habíamos puesto en aquella obra. No permitamos que el miedo se apodere de nosotros y busquemos salidas fáciles en la adversidad. 


    Ante la segura decisión del carcelero de matarse, San Pablo interviene providencialmente : “no te hagas ningún mal, aquí estamos”. Que diferencia uno con el otro. El carcelero lo trató sin piedad, Pablo lo trata con amor y perdón. El Apóstol se da cuenta que él mismo ha recibido el perdón de Dios (en su conversión), por ello se siente impulsado a compartirlo con los demás.


    ¿Qué tengo que hacer para salvarme? “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás”. Ese hombre ha sido liberado de la oscuridad, del pecado de su corazón y se le pide tener fe. Recordemos que la fe es una expresión de adhesión a Jesús y un discípulo debe de busca reflejarlo en sus obras, en sus palabras, en su corazón.


    Al igual que la suegra de Pedro, tras haber quedado sanada por Jesús, el carcelero se levantó y “lavó las heridas” de los apóstoles. Dios ha tocado el corazón de aquel hombre y, por ende, cambia radicalmente su actitud. Ya no se hace indiferente al dolor ajeno. Ahora habita en él la compasión por el otro.


    Que el Señor nos muestre el camino al Padre para saber hacia dónde va. Que nuestro corazón se llene de la fuerza de su Espíritu Santo para que nunca pierda la felicidad de haber aceptado seguirlo y entregar mi vida por Él.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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Pbro José Gerardo Moya Soto

"Que la homilía pueda ser «una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento» (Evangelii gaudium 135). Cada homileta, haciendo propios los sentimientos del apóstol Pablo, reaviva la convicción de que «en la medida en que Dios nos juzgó aptos para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones» (1Ts 2, 4)". Directorio Homilético 2014 (Decreto)

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