II Domingo de Adviento Ciclo “B”
Is 40, 1-5. 9-11
Sal 84
II P 3, 8-14
Mc 1, 1-8
La liturgia de este II domingo de Adviento, nos presenta un mensaje lleno de esperanza. Es la invitación del Señor en labios del profeta Isaías: “Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios”. Con estas palabras, Dios se dirige al pueblo en el exilio, anunciándoles su gozosa liberación. El tiempo de la tribulación ha terminado. El pueblo de Israel puede levantar su cara y mirar hacia el futuro. El ansiado retorno a su patria esta cerca. Por ese motivo, el pueblo debe dejarse consolar por el Señor.
El profeta se dirige a la gente que vivió en medio de la oscuridad, que sufrió los embates de una dura prueba; pero ha llegado el tiempo de la consolación. La tristeza puede abrirle paso a la alegría, porque el Señor guiará a su pueblo con la misma solicitud y ternura que un pastor cuida de su rebaño.
Esa es la misma actitud que tiene Dios para con nosotros, sus hijos. De aquí, pues, que se nos haga la invitación de difundir este mensaje de esperanza en medio de la humanidad. Pero ¿cuál sería ese mensaje que tenemos que compartir? El que el Señor nos consuela, que Él viene para salvarnos.
Ahora bien, es cierto que no podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros no hemos experimentado antes la alegría de ser consolados y amados por Él. ¿Y cuándo se puede sentir esto? Cuando el corazón del hombre se abre a la conversión.
¿Qué significa la palabra “conversión”? En la Sagrada Escritura quiere decir, ante todo, cambiar de dirección y orientación; por lo tanto, cambiar nuestra manera de pensar. En la vida moral vendrá a ser pasar del mal al bien, del pecado al amor de Dios.
La conversión implica el dolor de los pecados que se han cometido, deseando liberarse de ellos, haciendo el propósito de excluirlos para siempre de la propia vida. Para poder renunciar al pecado, también se debe rechazar todo lo que está relacionado con él: la mentalidad mundana, el apego a las comodidades, al placer, etc. El ejemplo de este desapego lo podemos ver en Juan el Bautista: fue un hombre austero, que renunció a lo superfluo y buscó lo esencial.
Otro aspecto de la conversión será la búsqueda de Dios y de su Reino. ¿Qué quiere decir esto? Desapegarnos de las cosas del mundo, teniendo únicamente presente las cosas del cielo. El desapego no es un fin en sí mismo, sino que tiene como objetivo algo más grande: la amistad con Dios.
Pero esto no es sencillo, ya que hay muchas ataduras que nos mantienen anclados en el pecado. Esto es tan difícil de vencer, que inclusive pensamos que es imposible convertirse de verdad. ¿Cuántas veces hemos dicho: ¡No, no puedo renunciar al pecado!? Cuando tengamos esa idea, no nos desanimemos.
¿Qué hacer en esos casos, cuando creemos que no conseguimos salir del pecado? Primero que nada recordar que la conversión es una gracia que Dios nos da. Por tanto, hay que pedirle a Dios que convierta nuestro corazón a Él. Dios no es un Dios terrible, sino que Él es tierno, nos ama tanto, así como el Buen Pastor que cuida de su rebaño. El amor y la conversión son una gracia de Dios.
Tú no dejes de caminar, ya que es Él el que te mueve a cada paso. Que el Señor nos ayude a desprendernos cada vez más del pecado y de lo mundano, para que así nos abramos a Dios, a su Palabra, a su amor que viene para salvarnos.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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