25 abril, 2024

 III Domingo de Pascua Ciclo “C”


Hch 5, 27b-32. 40b-41

Sal 29

Ap 5, 11-14

Jn 21, 1-19



    La alegría del Resucitado inunda todo nuestro corazón. Su presencia entre nosotros nos llena de inmensa felicidad. El encontrarnos con el Señor siempre será motivo de dicha y regocijo. Reflejo de esto lo podemos vislumbrar en el Evangelio de este día.

 

    Contemplamos a unos discípulos que había regresado a su antigua profesión. Sin embargo, las cosas ya no eran como antes. El evangelista nos narra que “habían pescado toda la noche y no habían pescado nada”. En el momento en el que uno se encuentra con el Maestro, ya no puede seguir siendo igual, no puede regresar a una vida pasada lejos del amor de Dios.

 

    Jesús hace toda la diferencia. En el momento en que aparece y les pide “echar las redes a la derecha” viene el milagro. Cuando el Señor se presenta en nuestra vida ocurren cosas maravillosas, cosas que por nuestros propios méritos es imposible realizar. Cuando uno escucha la voz de Dios y le hace caso los resultados que se obtienen son inconmensurables. ¿Qué nos hace reconocer la voz del Señor en medio de tantos ruidos que existen en el mundo? El amor.

 

    Juan ha logrado reconocer a Jesús por el amor que este le tiene y viceversa. El amor es como un radar interior que le notifica la presencia del Señor. El amor nos da ese impulso de salir presurosos al encuentro con el Señor, del mismo modo que llevó a Pedro a arrojarse al mar para ir con el Maestro. 

 

    Si en nuestra vida no hay amor no nos arrojaremos al agua por Cristo ni por nadie. Sin amor no vamos a obedecer a Dios como nos lo recuerda Pedro en el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Primero hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. El amor es capaz de hacernos libres y llevarnos a cumplir todo lo que viene del Señor antes de buscar agradar a los que nos rodean.

 

    Al igual que a Pedro, Jesús nos pone a prueba. Nos aparta de los demás y nos pregunta tres veces: “¿Me amas?”. Es una pregunta arriesgada, incluso muy retadora. Pedro ya había pasado por una triple negación y no había mostrado valentía en el momento supremo de la prueba. Sin embargo, a Jesús no le importa lo que Simón Pedro había sido, sino todo lo que puede llegar a ser con la gracia y ayuda del Espíritu Santo.

 

    Pedro, desarmado por aquellas preguntas responde con toda sinceridad: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú bien sabes que te quiero”. Al igual que Pedro nosotros también deberíamos de responder con todo el corazón: ¡Claro que te amo! No hay nada más grande en mi vida que mi amor por ti.

 

    El amor es capaz de llevarnos a la obediencia y la obediencia al fruto, pues mientras el discípulo hace lo que quiere y como él quiere, no pesca nada; en cambio cuando obedece al Señor se manifiestan inmediatamente los frutos de su esfuerzo y trabajo. Si queremos ser verdaderos servidores del Señor nuestra primera actitud debe de ser la del amor: un amor que brinca de la barca y se echa a mar por Jesús; un amor capaz de reconocer la voz del Señor en medio de las tinieblas del mundo; un amor que es capaz de darlo todo por el Amado; un amor que va más allá.

 

    Sería muy bueno y conveniente preguntarnos: ¿amamos a Jesús con todo el corazón? ¿Nuestra manera de amar sobresale? ¿Somos capaces de darlo todo por el Señor? ¿Nos alegramos de descubrir en nosotros ese amor y se nota en nuestra manera de vivir? No tengamos miedo a amar, puesto que Jesús mismo nos ha mostrado que es lo más grande que uno puede hacer: “No hay amor más grande a sus amigos que aquel que entrega su vida por ellos?” (cfr. Jn 15, 13).



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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Pbro José Gerardo Moya Soto

"Que la homilía pueda ser «una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento» (Evangelii gaudium 135). Cada homileta, haciendo propios los sentimientos del apóstol Pablo, reaviva la convicción de que «en la medida en que Dios nos juzgó aptos para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones» (1Ts 2, 4)". Directorio Homilético 2014 (Decreto)

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