16 abril, 2024

Conmemoración de los fieles difuntos

Sb 3, 1-9
Sal 26
Mt 25, 31-46

 

El día de hoy celebramos la conmemoración de todos los fieles difuntos, una fiesta que está íntimamente relacionada con lo que ayer celebrábamos: la Solemnidad de Todos los Santos.

En el hemisferio norte nos encontramos en el tiempo del otoño y es esta misma época la que nos muestra como la naturaleza vive su propia muerte: contemplar que el anochecer se hace cada vez más temprano y los rayos del sol se apagan más pronto; ver cómo los árboles se desprenden de sus hojas, dejándolos desnudos; contemplar que las aves del cielo comienzan a migrar al hemisferio sur. Si somos observadores, podremos darnos cuenta de que todo va muriendo lentamente. Incluso, porque no, podemos contemplar el otoño como una metáfora, que nos muestra ese lento morir que nos acompaña a todos. Desde el momento en el que nacemos, lo único que tenemos seguro será la muerte.

Para muchas personas, llegar a esta fecha, es abrir el baúl de los recuerdos y de él sacamos rostros y nombres de aquellos hombres que han estado vinculado con nosotros y que físicamente ya no se encuentran con nosotros. Algunas de esas personas lo viven con gran tristeza, tratando de evitar todo recuerdo que arranque lagrimas de sus ojos, ya que no pueden soportar el recuerdo o el dolor que se ha suscitado por la separación de su ser amado. Otros, por el contrario, habiendo superado su duelo, lo viven con mucha serenidad, sabiendo que ellos ya se encuentran en la gloria de Dios.

Más que centrarnos en cómo se vive esta celebración, enfoquémonos en el sentido cristiano de este día o en las luces que nos trae la Palabra de Dios este día. Primero que nada, deberíamos de vivirlo como un día de acción de gracias. Agradecerle al Señor por todas aquellas personas que ha puesto en nuestro camino, que nos han ayudado a forjar lo que somos hoy en día. Debemos ser agradecidos con Dios por todos los momentos que nos permitió vivir con ellos: tantos detalles de amor, de cercanía, de protección, etc.

Al mismo tiempo, debemos pedir por los que se nos ha adelantado. ¿Qué pedir para ellos? Sencillamente lo que la misma liturgia nos propone: “que, así como han compartido ya la muerte de nuestro Señor Jesucristo, compartan también con Él la gloria de la resurrección” (Ritual de exequias); hemos de pedir que se haga en ellos el sueño de Dios, vivir la gloria del Resucitado.

Jesús, en el Evangelio de San Juan, nos dice unas palabras bellísimas: “Voy a prepararles un lugar” (Jn 14, 3). Jesucristo nos ha ido a preparar un lugar junto a Dios. Por ende, la muerte no es el final, el ocaso de la vida, sino que es la puerta al encuentro definitivo con Dios, en la vida que no conoce fin, es la vida eterna.

Al recordar a aquellos que nos han precedido y duermen ya el sueño de la paz, debemos tener la certeza de que ellos viven, que han alcanzado la plenitud de la existencia y contemplan a Dios cara a cara.

También nos hace bien recordar este día a nuestros amados difuntos, ya que nos recuerdan que somos peregrinos de este mundo, que vamos encaminándonos hacia nuestro destino final: el ser conciudadanos del Cielo, puesto que nuestra morada no se encuentra en este mundo, sino que estamos destinados a una vida en la morada de Dios por toda la eternidad.

Que Dios nos otorgue la fortaleza y nos consuele en nuestras tristezas; que Él nos ayude en el sufrimiento que genera la perdida de nuestros seres amados; pero, sobre todo, nos dé la fe y esperanza suficientes para percatarnos que nuestros fieles difuntos gozan de la plenitud de la vida en la Jerusalén del Cielo y que, algún día, junto con ellos, también nosotros gozaremos de la vida eterna.

Pbro. José Gerardo Moya Soto

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