26 julio, 2024

 III Domingo de Adviento Ciclo “B”

Is 61, 1-2a. 10-11

Lc 1

I Tes 5, 16-24

Jn 1, 6-8. 19-28



    En la historia de la humanidad existen una gama muy extensa de artistas: hay escritores que han narrado las historias más bellas de la humanidad y las plasman en libros; hay películas-programas que tienen un excelente contenido, una buena trama y se transmiten en las plataformas digitales o se proyectan en la televisión para que la gente las pueda observar; hay diversos artistas talentosos que plasman su arte en algún lienzo o escultura. Pero, ¿qué pasa cuando estos libros, estos programas, esas obras de arte no son contemplados por la humanidad? Quedan vacíos, pierden su razón de ser.


    Un libro para que tenga una buena crítica y sea popular tiene que ser leído por varias personas; un programa para que suba su rating y produzca ganancias, tiene que ser visto por la humanidad;  para que una obra de arte pueda ser catalogada como tal, tiene que ser elogiada por el espectador. 


    Lo mismo sucede con la fe: muchos se aventuraron en plasmar la grandiosidad de Dios por medio de la escritura, otros han contado de viva voz, por la Tradición, las maravillas del Señor. Sin embargo, si ese mensaje no cae en los testigos, en aquellos que pueden dar validez de ello, de nada sirve.


    Hoy lo podemos experimentar con el Bautista, ya que él se reconoce como el testigo de la luz. San Juan viene a atestiguar y mostrar al mundo lo que ha visto y oído. Hoy, en nuestro tiempo, necesitamos de testigos que puedan constatar lo que Dios hizo y sigue siendo por la humanidad, que den valía a la Palabra que escuchamos todos los fines de semana. 


    ¿Sabes algo? Nosotros somos esos testigos. Y como testigos estamos llamados a ser como el profeta Isaías los “ungidos del Señor” y poder así “ser enviados” por el Señor. “El Espíritu del Señor está sobre mí”. Ese debe de ser nuestro mayor anhelo: llenarnos de Dios. Es verdad, queremos ser esos testigos de Dios en medio del mundo, que proclamen su grandiosidad. Pero antes de ser testigos, primero tenemos que recibir el contenido de la fe para poder compartirlo con los demás. Los testigos de Dios se ven reflejados en el mundo en la medida en que las palabras del Señor que escucharon han transformado su vida.


    De ahí que el corazón se “alegre en el Señor con toda el alma” y que “se llene de jubilo en Dios”, sentirnos felices, porque Dios puso su mirada en medio  de nosotros. Con la alegría que uno recibe el mensaje tiene que pregonarlo del mismo modo, viviendo lo que ha recibido. Por eso San Pablo se lo quiere recordar a la comunidad de Tesalónica: “vivan siempre alegres… absténganse de toda clase de males… conserven irreprochable su corazón”.


    No nos pongamos en un lugar que no nos corresponde. Démosle su lugar a Dios, el que le pertenece. Existen muchas tentaciones que nos pueden llevar a desviar nuestros pensamientos, creyendo que somos “dios”; hay muchas actitudes que nos pueden arrastrar, desviándonos del buen camino. Tenemos que ser veraces en nuestra manera de hablar, ser honestos como el Bautista y decir: “yo no soy: yo no soy Elías, ni siquiera uno de los profetas. Yo sólo soy testigo de la luz


    Estamos viviendo un tiempo de gracia donde el corazón se prepara para recibir al Salvador, donde uno desea encontrarse con el amado y abandonarse completamente a Él, sabiendo que lo tendrá todo a cambio. El adviento viene a disponer nuestra vida con una actitud alegre y plena para que Dios reciba mi corazón como una ofrenda grata. Nuestra vida no puede seguir pasando de largo. En este tiempo, no podemos ser indiferentes. En este mundo, estamos llamados a dar testimonio de Aquel que ha hecho grandes cosas en mí. 


    Démosle gracias a Dios porque su mirada está puesta en nuestro corazón, porque Él sigue confiando en nosotros, porque no somos libros hermosos que están en un librero y que nadie lee, porque no somos un programa que nadie observa, porque no somos una obra de arte que está abodegada. Más bien: somos testimonio del amor que se ha hecho Hombre, somos presencia viva del Espíritu Santo que nos lleva a pregonar la Buena Nueva del Señor. Cantemos alegremente la alabanza del Señor porque ha hecho obras grandes por nosotros.


    Sigamos disponiendo el corazón al Señor y preparándonos adecuadamente para su glorioso advenimiento. Que podamos ser reflejos de la luz, ser testigos del amor en medio del mundo. Que aquellos que nos observen, puedan ver en nosotros al que imitamos y al que recibimos. Hagamos que Dios se sienta feliz por nosotros y agradecido de que puede contarnos como sus testigos. No somos nosotros los que lo elegimos como Maestro, sino que fue Él que nos eligió como testigos, para que así nuestro testimonio permanezca para siempre y dé frutos abundantes. Que Dios nos haga ser auténticos testigos de la luz, del amor y de la alegría que suscita el saber que Dios viene y viene para salvarnos.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

Agregar comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Pbro José Gerardo Moya Soto

"Que la homilía pueda ser «una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento» (Evangelii gaudium 135). Cada homileta, haciendo propios los sentimientos del apóstol Pablo, reaviva la convicción de que «en la medida en que Dios nos juzgó aptos para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones» (1Ts 2, 4)". Directorio Homilético 2014 (Decreto)

Nuevos