29 marzo, 2024

 Miércoles XXXII semana Tiempo Ordinario

Sb 6, 1-11
Sal 81
Lc 17, 11-19

Qué iluminador ha sido el pasaje del libro de la Sabiduría que hoy hemos meditado. La invitación que nos hace el Señor, de escuchar, entender y aprender. Aunque bien, va dirigida a aquellos que tienen algún poder, no puede dejar de lado a cualquier persona, puesto que todos, directa o indirectamente, ejercemos algún tipo de poder.

Desde el instante en el que Dios creó al hombre, haciéndolo a imagen y semejanza suya, le da la capacidad de regirse y regir a otros: “Sean fecundos, multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla” (cfr. Gn 1, 28). Pero esto no puede hacerse de cualquier manera, sino que el hombre tiene que escuchar, entender y aprender lo que Dios le está pidiendo.

El hombre necesita saber escuchar, lo cual va más allá del oír, para poder visualizar las necesidades de los que le rodean. Cuando uno escucha un sonido, busca el origen que lo ha proporcionado. Por ejemplo: al escuchar el canto de un pájaro, tu mirada comienza a buscarlo entre los arboles o tejados; si percibes el sonido de la lluvia caer, levantas tu mirada al cielo para contemplar las nubes; cuando vas caminando y alguien toca el claxon de su vehículo, inmediatamente volteas, para darte cuenta qué es lo que sucede. El mismo Dios hace esto: cuando Dios habla a Moisés en el Sinaí, le dice: “He visto la opresión de mi pueblo, he escuchado el clamor de los hijos de Israel y he decidido bajar a salvarlos” (Ex 3, 7).

Cuando uno aprende a escuchar, entonces podrá entender la necesidad del otro y buscará remediarla. Uno no puede ser indiferente a la voz del hermano, a la necesidad del pobre, a la suplica del débil. Todo lo contrario, a entendido bien que está llamado a practicar la misericordia hacia aquel que más lo necesite.

No olvidemos que todo poder viene de parte del Señor. Por ende, no caigamos en la tentación de sacar provecho de lo que hemos recibido. Si el ejercicio de la autoridad no se ve como un servicio, como el presentarlo ante los hermanos como una ayuda, se puede car en la tiranía, en la dictadura, en la opresión. Si Dios nos ha concedido el estar a frente de una familia, de un grupo, de una parroquia, no es para sacarle provecho, sino para servirla y ayudarla en sus necesidades.

Jesús entendió muy bien que el poder que había recibido no fue para creerse más que los demás, sino para ayudarlos, para sanarlos, liberarlos y salvarlos. Esto lo podemos observar claramente en el Evangelio del día de hoy con la curación de los diez leprosos. El Señor, por donde va pasando, hace el bien. Todos aquellos que lo encuentran, experimentan la misericordia.

Si nosotros no hemos sido fieles en el poder que Dios nos ha confiado, deberíamos de decir como esos leprosos: “Señor, ten compasión de nosotros”. Todos somos conscientes de que necesitamos a Dios en nuestra vida para que cure nuestras heridas, para que nos sostenga en la flaqueza, para que nos ilumine con su luz y podamos cumplir con la misión que nos ha encomendado. También nosotros necesitamos ser curados de todas nuestras iniquidades y dolencias.

Pero no solo es acercarnos a Jesús para que resuelva nuestros problemas, también hemos de retornar a Él para agradecerle todo lo que hizo y sigue haciendo por nosotros. Bien lo dice el P Beto Luján: “Es virtud de reyes ser agradecidos”. No dejes de agradecerle a Dios por lo que eres, en lo que te has convertido hoy en día, puesto que todo es por Él, puesto que, como diría San Pablo, “Soy lo que soy por la gracia de Dios” (I Co 15, 10).

Nunca es tarde para volver a Dios, tanto para pedirle, como para darle gracias. Que el Señor nos conceda un corazón capaz de dejarse guiar por su luz, por la escucha atenta de la palabra; que nos permita ser siempre agradecidos, para así manifestar el gran amor que Él nos tiene.

Pbro. José Gerardo Moya Soto

Agregar comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Pbro José Gerardo Moya Soto

"Que la homilía pueda ser «una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento» (Evangelii gaudium 135). Cada homileta, haciendo propios los sentimientos del apóstol Pablo, reaviva la convicción de que «en la medida en que Dios nos juzgó aptos para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones» (1Ts 2, 4)". Directorio Homilético 2014 (Decreto)

Nuevos