XXVII Domingo del Tiempo Ordinario: Ciclo “B”
Gn 2, 18-24
Sal 127
Hb 2, 8-11
Mc 10, 2-16
Qué bellas son las palabras que San Marcos nos ofrece el día de hoy en su Evangelio: palabras de Jesús sobre el matrimonio y los pequeños.
El relato comienza con la provocación de los fariseos sobre si es lícito para el hombre repudiar a su mujer. Sin embargo, Jesús, con su sabiduría, redimensiona la prescripción dada por Moisés: “Lo permitió por la dureza de su corazón”. Se trata de justificar un parche puesto en las grietas producidas por el egoísmo.
El Maestro no duda en retomar el libro del Génesis, puesto que sabe la importancia que tiene ese escrito en la vida de los judíos: “Desde el principio de la creación, Dios los hizo hombre y mujer…”. Y no solo se ha quedado en eso, sino que lo ha coronado con la expresión: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.
En el proyecto de Dios, no se trata de que si un hombre se casa con una mujer y las cosas no funcionan se separen. Por supuesto que no es ese el deseo del Creador. Se trata, mas bien, de luchar por un cambio, de esforzarse en reconciliarse, en que la ayuda sea mutua y puedan superar sus adversidades. Lo que va a permitir que los esposos se mantengan unidos en el matrimonio será el amor, un amor que se done completamente al otro, sostenido por la gracia de Jesús.
Si el amor no impera en los cónyuges y comienza a prevalecer el interés individual, se comienza a dar la propia satisfacción, su unión no prevalecerá. El mismo Evangelio nos recuerda que, el hombre y la mujer, están llamados a vivir una experiencia de relación en el amor y que se pueden donar generosamente el uno al otro, inclusive en las crisis que estén atravesando.
La manera en la que Dios se ha manifestado a su pueblo infiel nos enseña que el amor herido y traicionado puede ser sanado a través del perdón y del amor. Por ello, la Iglesia en algunas situaciones, no busca condenar a los matrimonios que han fallado, sino que, mas bien, se siente llamada a vivir la presencia del amor, de la caridad, y manifestar en ellos la misericordia que proviene del Padre.
Por otra parte, el Evangelio, nos muestra a un Jesús que reacciona de una manera insólita: se indigna. Pero lo que más sorprende es que su indignación no ha sido causada por la pregunta de los fariseos que lo quieren poner a prueba sobres si está permitido el divorcio o no, sino que es causada por los mismos discípulos, los cuales, en su intento de proteger al Maestro de la multitud de la muchedumbre, no permiten que unos niños se acerquen a Él. Con otras palabras: el Señor no se indigna con aquellos que discuten con Él, sino con quienes alejan a los demás de Él.
Recordemos que hace algunos domingos Jesús había realizado un hermoso gesto al abrazar a un niño y ponerlo al centro. El Maestro les había enseñado que los pequeños han de ser servido primero (cfr. Mc 9, 35-37). Todos aquellos que buscan constantemente a Dios lo encontrarán allí, en lo pequeño.
En la vida, cuando uno se reconoce pequeño, es cuando puede llegar a ser grande. Si somos conscientes, nos damos cuenta de que crecemos no tanto en los éxitos o en las cosas que llegamos a poseer, sino, sobre todo, en los momentos en los que luchamos y luchamos contra nuestra fragilidad. Es ahí donde maduramos, donde se abre el corazón a Dios, a los demás.
Cuando somos pequeños, abrimos los ojos al verdadero sentido de la vida, a lo que verdaderamente vale la pena. Cuando nos sentimos pequeños ante las adversidades, no nos desanimamos, sino que aprendemos a confiar en que todo estará bien, porque mis papás están ahí para protegerme.
De hecho, es precisamente en la fragilidad donde descubrimos cuánto nos cuida el Señor. Del mismo modo que en el Evangelio, Jesús “nos abraza y nos bendice, imponiéndonos sus manos”. Las contrariedades que se presentan en nuestra vida son las ocasiones privilegiadas para poder experimentar el amor de Dios. Cuando somos pequeños podemos apreciar la ternura de Dios. Esa ternura que nos da la paz, esa confianza que nos hace crecer, porque Dios siempre permanece a nuestro lado para darnos la tranquilidad de saber que todo estará bien.
No sigamos con nuestra actitud de “adultos maduros”, que creemos que por ser grandes ya lo sabemos todo. Al contrario, presentémonos al Señor con humildad, como los niños, para que nos ayude en los momentos de fragilidad, para ser conscientes de que Él obra portentos en aquellos que se hacen humildes y sencillos.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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