7 diciembre, 2024

 Martes XXVII semana Tiempo Ordinario

Jon 3, 1-10
Jon 129
Lc 10, 38-42

En repetidas ocasiones he escuchado decir a la gente: “Vivimos en un mundo de porquería”, “la sociedad está cada vez peor”, “la juventud vive más desatada que nunca”, “ya no se puede confiar en nadie porque te traicionan”, “el mundo no va a cambiar jamás”, etc. Y me pregunto: ¿será esto verdad? ¿Será cierto todo esto que escucho o simplemente son actitudes pesimistas?

¡Qué poca confianza le tenemos a las personas! ¡Qué poca esperanza le tenemos a la humanidad! Ciertamente que la sociedad no está del todo bien. Tal vez está distraída, preocupada por infinidad de cosas y no por el Evangelio, o tiene otros intereses. Sin embargo, ¿quiénes somos nosotros para juzgar de esta manera? ¿Quién nos ha dado este derecho?

Imaginémonos una actitud pesimista a lo largo de la Historia de Salvación: pensemos que Jesús hubiera dicho: “No, yo no voy a predicar, todos estos están hechos garras; yo no voy a perdonar, igual, vuelven a pecar; yo no voy a entregar mi vida por ellos, ni agradecidos son”; imaginemos que San Pablo hubiera dimitido por las dificultades que se encontró en Atenas o Corintio, que hubiera dicho: “Como aquí no me recibieron, yo ya no voy a predicar, yo ya hice mi chamba. Hay nos vemos”. Pero no fue así, no se dieron por vencidos, sino que siguieron predicando la Buena Nueva de Dios. El mismo Simón Pedro y sus compañeros que echaron las redes al mar: a pesar del fracaso de no haber obtenido nada, confiaron en las palabras del Señor (cfr. Lc 5, 3-7). Aquello que resulta imposible para los hombres, con la ayuda de Dios se hace posible (cfr. Mt 19, 26).

No olvidemos que el protagonista de nuestra historia es Dios. Él nunca se va a cansar de mostrarnos su amor y su perdón. De hecho, es más probable que nosotros nos cansemos de pedir perdón a que Él se canse de perdonarnos. En el Señor, puede más el amor que la justicia, puesto que “no se complace en la muerte de malvado, sino que se convierta su conducta y busque la vida” (cfr. Ez 33, 11). Es lo que hemos contemplado en la primera lectura: un Dios que no se cansa de perdonar, sino todo lo contrario, luchará para que sus hijos vuelvan a Él. Esto lo tenemos que aplicar en nosotros: no debemos de perder la confianza en nadie, ni siquiera en nosotros mismos.

De hecho, Dios no solo lo perdona todo, sino que nos da la oportunidad de ser mejores, de ir transformando nuestra vida. Esto lo podemos constatar en el Evangelio. Una mujer, Marta, que recibió a Jesús en su casa, pero no se dio la oportunidad de sentarse con Él a la mesa. No fue capaz de escuchar lo que el Maestro quería para ella. En cambio, María, supo elegir la mejor parte. Ella supo acoger al Señor, se puso a sus pies, a escuchar su palabra. María había comprendido que ya habría tiempo para recoger la casa, de preparar la comida. En ese momento lo más importante era escuchar al Señor.

Estas dos actitudes, la de Marta y María, no se oponen, todo lo contrario, se complementan. María tiene que hacer lo suyo y lo de su hermana: tiene que escuchar al Señor, pero también tiene que hacer las tareas del hogar; Marta tiene que hacer lo que le toca y lo de su hermana: tiene que hacer todas las actividades del hogar, pero también tiene que sentarse a los pies del Maestro, escucharlo, dejarse impregnar pos su amor.

Recordemos lo que nos dice el Eclesiastés: “Todo tiene su momento, y cada cosa tiene su tiempo: hay tiempo para nacer, y hay tiempo para morir; hay tiempo para plantar, y hay tiempo para recoger lo sembrado” (Ecl 3, 1-2); hay tiempo para pedir perdón, y hay tiempo para perdonar; hay tiempo para hacer las cosas de la casa, y hay tiempo para escuchar al Maestro.

Que el Señor nos conceda un corazón de carne, capaz de reconocer su pecado y luchar por corregir y cambiar nuestro mal camino; que Dios nos ayude a ocuparnos de las ocupaciones diarias, pero no dejemos de lado la escucha asidua de su Palabra; que el Maestro nos ayude a elegir la mejor parte, puesto que esa nunca nos será arrebatada.

Pbro. José Gerardo Moya Soto

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Pbro José Gerardo Moya Soto

"Que la homilía pueda ser «una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento» (Evangelii gaudium 135). Cada homileta, haciendo propios los sentimientos del apóstol Pablo, reaviva la convicción de que «en la medida en que Dios nos juzgó aptos para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones» (1Ts 2, 4)". Directorio Homilético 2014 (Decreto)

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