Lunes XXVII semana Tiempo Ordinario
Jon 1, 1-2, 1. 11
Jon 2
Lc 10, 25-37
Hemos comenzado a reflexionar en la historia de Jonás. Un profeta con una intención muy clara: mostrarnos que Dios tiene planes de salvación no sólo para Israel, sino para todos los pueblos. Más aún, que muchas veces los de fuera responden mejor que los judíos.
Jonás ha recibido un encargo de parte de Dios: ir a Nínive y anunciar su destrucción. Sin embargo, al profeta no se le ocurre una mejor idea que huir. Toma el primera barco y zarpa rumbo a Tarsis. ¡Qué mal profeta es Jonás! Ya anteriormente habíamos contemplado que hubo hombres que se resistieron a cumplir el encargo que el Señor les había pedido, porque se creían incapaces para esa misión: Moisés se excuso diciendo que era un Tartamudo (cfr. Ex 4, 10); Jeremías le había dicho que él era “sólo un muchacho” (cfr. Jr 1, 6); el centurión romano no le permitió a Jesús entrar a su casa porque se sintió indigno (cfr. Mt 8, 8). Pero a ninguno se le había ocurrido ir en dirección contraria de lo que el Señor le había pedido.
Ciertamente Dios ha elegido a Jonás para que sea su profeta y comunique a su pueblo sus palabras. Sin embargo, en un momento de su vida, el Señor le encomienda una misión complicada: ir a Nínive a predicar su destrucción. Verdaderamente tiene una encomienda muy difícil, puesto el mensaje de Dios es exigente. Sin embargo, no tendríamos que huir. Recordemos que a Jesús también le costó: hubo un momento en el que fue tanta su angustia que le pidió a su Padre que pasara de Él el cáliz, la pasión y la muerte (Mt 26, 39). Pero al final triunfó la obediencia y la fidelidad a Dios.
En Jonás y todos los profetas nos podemos ver reflejados muchas veces: creemos que no somos capaces de cumplir la misión que se nos encomienda, que nuestras fuerzas no bastan para llevarla a cabo, que no tenemos las cualidades suficientes para ello, siendo que el temor o los miedos nos obstaculizan para llevarla a cabo. Sin embargo, el Señor no nos deja solos. Él nos dice: “confía en mí, no te dejaré sólo, siempre estaré contigo”.
Parecería que el Señor nos pide imposibles. Pero te lo puedo asegurar: si Él te pide algo, también te dará los medios necesarios para cumplir esa misión encomendada. Además, Dios nunca te pedirá que hagas algo malo, todo lo contrario, te pedirá que hagas el bien. Como lo vemos reflejado en el Evangelio: “Anda haz tú lo mismo”.
Nuestro Dios, que es un Dios de amor, jamás se saldrá de ese camino. Es lo que no entendió el sacerdote y el levita al contemplar a aquel hombre casi muerto. Ellos, por no caer en una “impureza”, prefirieron pasar de largo. Que peor impureza que la indiferencia a las necesidades humanas, al dolor y sufrimiento del otro. Ellos no comprendieron que el principal deseo de Dios es que “lo amemos a Él por encima de todo y al prójimo como a uno mismo”.
Lo que tiene que mover a todo cristiano, aquello que le da verdadera validez a todo lo que hacemos es el amor. Diría Santa Teresa de Calcuta: “No importa el numero de acción que realicemos en nuestra vida, sino el amor que depositemos a cada una de ellas”. Si nuestro ser de hijos de Dios no se basa en el amor, terminaremos perdiéndonos, alejándonos de lo que nos está pidiendo.
Sin duda alguna el amor sigue siendo la gasolina en la vida del creyente. San Pablo nos recuerda, en su hermoso himno a los Corintios, la grandeza del amor: “El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no acaba nunca” (I Co 13, 4-8).
Que el Señor nos conceda hacer lo mismo que Él, “amar hasta el extremo” (cfr. Jn 13, 1), para que en ese amor podamos responder a la encomienda que nos ha dejado y podamos ser prójimo de todos los que nos rodean.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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